Friday, June 24, 2005

Mañana dejo de fumar

Y todo por fumar tanto, ¿si o no?, sincérate.

Pasaste más de tres semanas hundido en tu cama. Una ronquera descomunal, unos pulmones adoloridos y unos bronquios lacerados eran el indeseable trinomio resultante de muchas noches de juerga aderezadas con cervezas heladas, trago corto barato y cigarrillos de toda laya (siempre se empieza con los de ‘buena marca’, después, cuando el metal escasea, cualquier mamarracho de diez céntimos es bueno para quitar el frío… siempre es así… y así será: porque esas costumbres son como el país, nunca cambian).
Pero, mientras toses sintiendo punzadas en los pulmones, te juras no volver a tocar un cigarrillo… Te envuelves en el cuello una chalina de lana, te calzas un sobretodo, te frotas el pecho y dibujas en tu mente un futuro exento de humo, de Hamiltons, de Camels, Montanas, de todas las marcas que llenaron de humo tus maltratados pulmones.
–Si no dejo de fumar me voy a la mierda –reflexionas en silencio. Tomas un vaso de leche caliente, luego sorbes dos cucharadas de jarabe para la tos y te preguntas–: ¿qué chucha gano fumando?
No lo sabes. Seguramente nunca lo sabrás. ¿Qué de bueno tenía ese viejo hábito de fumar aprendido en las aulas de la universidad? Toses, toses y sigues tosiendo.
–Nunca más –sentencias después de escupir una flema verdosa en el wáter–. Nunca más vuelvo a fumar.
...Pero las tres semanas ya volaron: se acabaron los antibióticos, los jarabes, las chalinas, las tres chompas encima. Todo vuelve a la normalidad. El sábado hay partido de fútbol y ya podrás jugar. “Qué bueno”, piensas, “y de ahí unas chelas después de tiempo”.
Empieza el partido. Después de sólo un par de trancos sientes el corazón en la boca. El aire no llega a los pulmones, te sientes mareado, no atas ni desatas. ¡Apenas han jugado diez minutos y sientes un cansancio de partido completo! Pides cambio pero no hay banca, caminas, deambulas en la cancha, le ruegas a tus pulmones que se dejen de huevadas, pero no te hacen caso: inhalas y exhalas, inhalas y exhalas, pero, en vez de recuperarte, te agotas más.
–¿Qué pasa? –te preguntan al terminar el primer tiempo.
–Nada, es que estuve enfermo–te excusas–. Por eso será.
–Es por meterte tanto cigarro –te advierten–. Fumón de mierda.
Termina el partido: estás intranquilo, necesitas algo, ¿qué será? Buscas una tienda y lanzas el pedido:
–Seño, tres Hamilton.
Te los entrega a cambio de un Sol. Presuroso, enciendes uno, aspiras la primera bocanada de humo, lo retienes por unos instantes. Intentas creer que tus pulmones ya están tranquilos.
–Mañana dejo de fumar –te prometes, sabiendo que cada nueva bocanada de humo se ríe de tu vieja promesa.



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