MAR ADENTRO
“...los doctores de Houston Texas lograron salvarle el pellejo pero no la dignidad, porque quedó parapléjico e impotente el infeliz, sembrado como en maceta entre una silla de ruedas y según sospecha el Midas, también incontinente, aunque la Araña jura que eso no, que no poder fornicar ni caminar ya es humillación suficiente y que el día que además se ensucie encima, se pega un tiro sin pensársela más...”
Dice, Albert Camus, en su ensayo “Lo absurdo y el suicidio”, que no hay sino un problema filosófico realmente serio: el suicidio. Juzgar que la vida vale o no la pena de ser vivida equivale responder a la cuestión fundamental de la filosofía. El resto, si el mundo tiene tres dimensiones, si las categorías del espíritu son nueve o doce, viene después.
El español Ramón Sampedro (1843-1998), mecánico de barcos que recorrió el mundo durante su agitada juventud, trató, a su peculiar manera, de responder a esta cuestión fundamental de la filosofía.
Todo empezó en 1968 cuando Ramón, infelizmente, cayó, justo cuando la marea había bajado, al mar desde una roca. El soberbio trompicón de su cabeza contra la arena lo dejó tetrapléjico. Desde ese día Ramón entendió que una mala jugada del destino le había cercenado lo más importante que tiene el ser humano: su libertad. Y llegó a la, varias veces revisada, conclusión de que sólo la recuperaría con la muerte.
Con el lema “vivir es un derecho y no una obligación”, intentó durante tres décadas arañar la ansiada muerte que lo liberaría de ese cuerpo tullido –de ese infierno– en el que se encontraba aprisionado.
En 1998 alcanzó su cometido: se suicidó y, de esta manera, escapó del averno.
Pero, claro, sería más interesante leer unas líneas de la pluma del propio Ramón Sampedro (que aparecen en su libro, publicado póstumamente, CARTAS DESDE EL INFIERNO):
"El día 23 de agosto de 1968 me fracturé el cuello al zambullirme en una playa y tocar con la cabeza en la arena del fondo. Desde ese día soy una cabeza viva y un cuerpo muerto. Se podría decir que soy el espíritu parlante de un muerto.
Si hubiese sido un animal, habría recibido un trato acorde con los sentimientos humanos más nobles. Me habrían rematado porque les habría parecido inhumano dejarme en ese estado para el resto de la vida. ¡A veces es mala suerte ser un mono degenerado!"
Estamos hablando, pues, del suicidio y la eutanasia. Y para esto cito al escritor José Adolph, quien, se plantea, en la edición Nro. 1866 de CARETAS, una pregunta que él mismo se responde (y que, desde luego, yo sucribo):
“La pregunta final de toda esta antigua polémica es, naturalmente, ¿quién es dueño de mi vida? Para los religiosos, Dios. Para la mayoría de los gobernantes y legisladores, el Estado. Para algunos (me cuento entre ellos), yo y nadie más.” Luego, finaliza su artículo con un pedido (que debería ser el pedido de todos): “Entonces seamos sinceros y devolvamos al ser humano sus derechos arrebatados por religiones y estados”.
Para finalizar, vuelvo a citar a Albert Camus: “Matarse es, en cierto sentido y como en el melodrama, confesar. Es confesar que la vida nos supera o que no la entendemos. Es confesar que no vale la pena”.
Creo yo que todos tenemos el derecho a no entender a la vida (me pregunto: ¿quién diablos la entiende?), tenemos libre albedrío para confesarnos a nosotros mismos que -por diversos motivos- vivir ya no vale la pena. En resumidas cuentas, tenemos todo el derecho de suicidarnos sin previo aviso y utilizando el método que más se nos antoje (recordemos, para esto, a sólo un par de famosos suicidas: Ernest Hemingway y José María Arguedas). ¿Por debilidad? ¿Por depresión? ¿Por cobardía? ¡Por lo que sea! Eso no debiera importarle a nadie. El suicidio es, como lo sentenció Séneca, el último acto de una persona libre. Y la libertad está por encima de todo. ¿O no?
O. Mazeyra
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LOS ENSUEÑOS
Mar adentro, mar adentro,
Y la ingravidez del fondo,
Donde se cumplen los sueños,
Se juntan dos voluntades
Para cumplir un deseo.
Un beso enciende la vida
Con un relámpago y un trueno,
Y en una metamorfosis
Mi cuerpo no era ya mi cuerpo;
Era como penetrar al centro del universo:
El abrazo más pueril,
Y el más puro de los besos,
Hasta vernos reducidos
En un único deseo:
Su mirada y mi mirada
Como un eco repitiendo, sin palabras:
Más adentro, más adentro,
Hasta el más allá del todo
Por la sangre y por los huesos.
Pero me despierto siempre
y siempre quiero estar muerto
Para seguir con mi boca Enredada en sus cabellos.
RAMÓN SAMPEDRO (de su libro CARTAS DESDE EL INFIERNO)
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