Malas palabras
Es una lástima que no recuerde bien en qué grado de la primaria me hicieron comprar ese pequeño diccionario Bruño de páginas blancas y letras pequeñas. Lo que sí recuerdo es que, por aquellos días, a mí y a muchos de mis compañeros nos fascinaba sobremanera el buscar el significado de las palabrotas que muchos pronunciaban a hurtadillas: carajo, mierda, pincho, culo, etcétera.
¡Qué placentero era encontrar una palabrota en letras de molde! Uno se sabía haciendo una cosa prohibida, impropia... resumiendo: una cosa cochina (y en eso, al menos así lo creo, radicaba el principal disfrute de leer, por ejemplo: MIERDA: excremento humano).
¿Por qué lo prohibido seduce tanto? Porque a nadie le gusta que le cercenen su libertad individual. Por eso –como lo leí alguna vez– la censura acarrea males peores que los que pretende combatir. Y es casi un hecho que dentro de pocos lustros esa palabra parecerá (si es que ya no lo parece) primitiva, caduca, agotada.
Pero como ya lo dije antes: no sólo era el encanto de lo prohibido lo que me invitaba a descubrir el significado de las malas palabras sino su carácter de ‘malas’, de ‘cochinas’... Porque, si lo notamos bien, todos en el fondo queremos ser cochinos, sucios, disolutos, vulgares... Por eso, cuando criticamos a alguien –por borracho, por adúltero, por malhablado– en realidad estamos sintiendo una envidia (casi siempre imperceptible e infelizmente oculta); la envidia que produce nuestra incapacidad de ser como el otro, de no atrevernos a serlo. ¿Y por qué no serlo? Cada uno tiene sus motivaciones, las cuales son de todos los colores y de distinta índole.
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