Sunday, December 11, 2005

Y de repente, un ángel

(…) Desde entonces, mi hermana, que ya vivía en Montreal, cortó relaciones con ellos. Nunca olvidaré lo último que le dije a mi padre:
–Eres un ladrón y un hijo de puta. Me da vergüenza que seas mi padre. Hubiera preferido tener otro padre.
Lo vi sonreír con la mirada turbia y sus ojos de hiena, y luego exclamó con pasmosa serenidad:
–Yo también hubiera preferido tener otro hijo.
Por hoy, Mercedes ha terminado de trabajar. A pesar de que la casa estaba bastante aseada cuando ella llegó, la ha limpiado con la minuciosidad y el rigor de una verdadera profesional. Apenas concluyó sus tareas, ya pasadas las seis de la tarde, la he convencido de que no se vaya tan de prisa y se siente conmigo en la terraza. No parece cansada. Nunca parece cansada. Lleva la misma ropa de siempre, el vestido azul y las zapatillas negras. Le sirvo una limonada y unos bocadillos. La veo disfrutar de la comida sin las inhibiciones del primer día. Ahora parece más cómoda a mi lado, aunque todavía me trata con un respeto excesivo.
–Cuéntame más de tu madre –le digo.
Ella se queda en silencio y levanta los hombros con el rostro perplejo, como si no tuviese nada más que contarme.
–¿Tienes una foto de ella?
–No, joven.
–¿No sabes nada de ella?
–Nada.
–¿Y de tus hermanos? ¿Nada?
–Nadita, joven.
–¿Nunca te llamaron o te buscaron?
–Nunca, pues, le digo. Ya cuando me vendieron se olvidaron nomás de mí.
–¿Nunca se te ocurrió ir de visita a tu pueblo?
Mercedes se ríe, como si le hubiera hecho una broma, y dice sorprendida:
–Pero ¿con qué plata voy a ir, joven?
Luego toma un trago de limonada y añade:
–Además, ¿a qué los voy a ir a buscar, si ya segurito ni me conocen?
–No digas eso, si tu madre vive, estoy seguro de que se acordará de ti.
–¡Qué va a vivir, joven! Imposible, le digo. Ya debe estar enterrada, mi viejita.
Me quedo en silencio. La tarde está fresca. Unos perros odiosos ladran en la casa del vecino. Los detesto. Quiero matarlos. Tengo un plan para envenenarlos, pero no me atrevo a ejecutarlo.
–¿Te acuerdas cómo se llamaba? –pregunto.
Mercedes mueve la cabeza, pensativa.
–Ya no me acuerdo de nada, joven –responde.
JAIME BAYLY, Y de repente, un ángel

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