Aunque nací en el Perú, mi vocación es de un cosmopolita y un apátrida
(...) Aunque nací en el Perú («por un accidente de la geografía», como dijo el jefe del Ejército peruano, general Nicolás de Barí Hermoza, creyendo que me insultaba) mi vocación es de un cosmopolita y un apátrida, que siempre detestó el nacionalismo y que, desde joven, creyó que, si no había manera de disolver las fronteras y sacudirse la etiqueta de una nacionalidad, ésta debería ser elegida, no impuesta. Detesto el nacionalismo, que me parece una de las aberraciones humanas que más sangre ha hecho correr y también sé que el patriotismo, como escribió el doctor Johnson, puede ser «el último refugio del canalla». He vivido mucho en el extranjero y nunca me he sentido un forastero total en ninguna parte. Pese a ello, las relaciones que tengo con el país donde nací son más entrañables que con los otros, incluso aquellos en los que he llegado a sentirme en mi casa, como España, Francia o Inglaterra. No sé por qué es así, y en todo caso no es por una cuestión de principio. Pero lo que ocurre en el Perú me afecta más, me irrita más, que lo que sucede en otras partes, y, de una manera que no podría justificar, siento que hay entre mí y los peruanos algo que, para bien y para mal —sobre todo para mal—, parece atarme a ellos de modo irrompible. No sé si esto se relaciona con el pasado tormentoso que es nuestra herencia, con el presente violento y miserable del país y su incierto futuro, con experiencias centrales de mi adolescencia en Piura y en Lima, o, simplemente, con mi infancia, allá en Bolivia, donde, como ocurre con los expatriados, en casa de mis abuelos y mi madre se vivía el Perú, el ser peruanos, como el más preciado don caído sobre nuestra familia.
Quizá decir que quiero a mi país no sea exacto. Abomino de él con frecuencia y, cientos de veces, desde joven, me he hecho la promesa de vivir para siempre lejos del Perú y no escribir más sobre él y olvidarme de sus extravíos. Pero la verdad es que lo he tenido siempre presente y que ha sido para mí, afincado en él o expatriado, un motivo constante de mortificación. No puedo librarme de él: cuando no me exaspera, me entristece, y, a menudo, ambas cosas a la vez. Sobre todo desde que compruebo que ya sólo interesa al resto del mundo por los cataclismos, sus récords de inflación, las actividades de los narcos, los abusos a los derechos humanos, las matanzas terroristas o las fechorías de sus gobernantes. Y que se habla de él como de un país de horror y de caricatura, que se muere a poquitos, por la ineptitud de los peruanos para gobernarnos con un mínimo de sentido común.
Mario Vargas Llosa, El pez en el agua
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