La muerte siempre está
A María Jesús, mi abuela
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Todos los domingos, después de la misa de once en La Merced, íbamos a visitarla encaramados en el viejo Chevrolet guinda; y yo me ofuscaba corroborando, una vez más, lo mismo de siempre: la abuela ya no veía. Nuestros gestos lastimeros eran recurrentes al rodear su lecho y servían para ratificar que algo (que no tenía nada que ver con sus ojos) no andaba bien, que algo (que todavía no comprendíamos con cabalidad) fallaba… y seguiría fallando.
Yo no sabía si la culpa era de ella, de Dios o simplemente del Mundo; pero hacía años que la Mamá María vivía –o, mejor dicho, moría– envuelta en un hatajo de tinieblas. El simple hecho de ponerme en su lugar me producía un pánico atroz que, antes de invitarme al vértigo, provocaba escalofríos por toda mi esmirriada humanidad. Sólo había una forma de reponerse de esa sensación: abrir bien los ojos, someterlos a la luz hasta sentirlos plenos y en perfecto estado, correr hacia la huerta y pensar que el próximo domingo todo iba a ser distinto.
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