Mario Levrero
Aquí, en la plaza, hay un hombre, podría decir un viejo, que desafía al sol. Es robusto y aunque viste pobremente tiene una presencia noble, esa rara aristocracia espiritual que sólo he percibido en ciertas personas humildes (y que me hace sentir despreciable). (Una vez, este hombre me pidió un cigarrillo; la ciudad me había acorazado en una especie de indiferencia selectiva, cerrado a todo lo que no me interesara, y entonces no prestaba atención a estos pedidos; pero este hombre se me impuso con su actitud y su presencia; al darle el cigarrillo sentí que era yo quien estaba recibiendo algo. Le ofrecí otro, y lo rechazó).Ahora lo veo en la plaza, todos los días, en las horas en que el sol cae a plomo. La plaza está desierta, y cuando me es inevitable atravesarla a esa hora, es probable que a la noche me sangre un poco la nariz; cada paso bajo ese sol implacable se siente como un martillazo en el cráneo. Pero él se sienta allí, en el medio de la plaza, lejos de la sombra de los árboles y de todo refugio, al rayo del sol, con la camisa abierta y el cuerpo chorreando sudor. Estuve a punto de acercarme, una vez, para decirle que no fuera loco, que se estaba suicidando. Pero le vi una expresión, en la cara y en todo el cuerpo, que me hizo desistir: obstinación, desafío, odio, placer, conciencia, rabia.Cada día se pone más negro. La piel de la cara y de la cabeza toda es como un grueso cuero ennegrecido. Puede ser un suicidio pero es, sobre todo, una lucha, algo estrictamente privado entre él y el sol, quién sabe qué historia secreta que soy incapaz de comprender.
MARIO LEVRERO
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