Tuesday, June 23, 2009

Para Onetti la literatura era como una transfusión de sangre

Dolly Muhr, viuda de Juan Carlos Onetti


Escribe Marta Caballero
Hay una botella de vino descorchada en un salón con paredes de papel estampado, en una fotografía de color setentero. En el centro de la imagen, un Cortázar risueño atiende a un ejemplar recién regalado por Juan Carlos Onetti, también presente. Las otras dos invitadas a la cena son Carol Dunlop y Dolly Muhr, esposa del escritor uruguayo. Emocionada, y cansada con tanto ajetreo, esta mujer de la foto, aún de alta presencia, afronta, hoy ya mayor, los actos que van a festejar el centenario del nacimiento de su marido. Una catarata de compromisos y un precio que paga con gusto por haber sido la compañera de Juan Carlos Onetti, efecto que también lleva a gala. “¿Cómo no? Era el hombre más maravilloso del mundo”, sentencia. Este martes, entre amigos, acudió a la inauguración de una muestra de fotografías, dibujos, libros y vídeos dedicada al escritor en la librería Centro de Arte Moderno, donde recordó, en el difícil trance que siempre es para ella el regreso a Madrid, algunas anécdotas del autor de Juntacadáveres. Allí, en una pequeña sala, las otras estelas de Onetti, más allá de sus obras, pueden contemplarse: desde su amor por la novela negra al Cervantes, de los encuentros con los amigos, a Dolly.
PREGUNTA.- ¿Cómo relee su viuda a Onetti?
RESPUESTA.- Con mucha asiduidad, constantemente. Sobre todo por las traducciones y nuevas ediciones que superviso, pero también regreso a él siempre por gusto. Últimamente releo mucho los ensayos de Confesiones de un lector.
P.- Es sabida la devoción que usted tenía por su marido. Tras escribir un libro sobre mujeres de escritores, en el que conversó con usted, José Tcherkaski llegó a decir que ojalá a él le tocasen 10 minutos del amor que usted sentía por Onetti...
R.- Cómo no sentirlo, para mí era maravilloso. Fue un descubrimiento. Yo venía de una familia normal, burguesa, en la que todos éramos músicos. Leíamos mucho, eso sí, y en varios idiomas, pero al conocer a Juan descubrí un mundo completamente diferente, de ambientes distendidos y personajes exóticos. Una vida sin horarios, porque él podía venir a las tres de la mañana y decirte: “Toma, lee esta carta”.
P.- En contra de lo que se piensa y del poso de pesimismo y frustración que tiene su obra, usted siempre define a su marido como un hombre curioso, que nunca perdió el interés por la vida. ¿Le molesta que se hable de él como alguien que, llegado el momento, decidió meterse en la cama durante 14 años?
R.- No lo decidió, fue el hábito. Leía todo el tiempo y tomamos por costumbre leer tumbados los dos, era más cómodo. Claro que Juan era un depresivo cíclico, y yo le perseguía en la depre: subía y bajaba con él. Y a veces se recuperaba antes de que yo me diera cuenta, de repente. La alegría suya siempre estaba ahí, a pesar de todo. Él gozaba de la vida. Decía que le molestaba no saber qué iba a pasar después de morirse, así era de curioso. Y precisamente por eso escribía y por eso nunca dejó de hacerlo, porque era muy indagador. Cuando le entrevistaban, si le gustaba la persona, era él quien acababa preguntando.
P.- Al hilo de lo que dice, de este ímpetu creador de Onetti, decía él que para ser creativo no había que olvidar la infancia. ¿Trasladaba la suya al presente con frecuencia?
R.- Hablaba de ella, porque él tuvo una infancia muy feliz. Su padre siempre le llevaba bombones y flores a su madre. Eso recordaba. Por esta razón nunca escribió sobre esta etapa de su vida, porque decía que las historias felices no tienen una historia.
P.- Volviendo a lo de antes, al hábito horizontal de Juan, él mismo llegaba a hacer casi una apología de la pereza, ¿Cómo se lleva eso en un matrimonio?
R.- Era muy perezoso, es cierto, si podía no hacer algo no lo hacía. Yo le llevaba todo, le hacía todo. Conseguí hasta que un tipo viniera a casa para hacerle las gafas. Pero no fue un pacto, las cosas ocurren así... Yo le proveía de libros, iba cada semana a la Cuesta de Moyano y volvía cargada. Él no dejó nunca de leer.
P.- Ahora que se celebra el centenario de su nacimiento, ¿Cree que la obra de su marido es atemporal?
R.- Lo es. Él llega a todo el mundo, y hay mucha gente a la que le ha cambiado la vida. Hace poco conocí a un joven que llevaba tatuada en el brazo la foto de Juan con el chambergo.
P.- ¿Para qué sirven realmente todos estos homenajes? R
.- Espero que para que mucha gente que aún no lo conoce lea a Juan. Le estoy muy agradecida a Mario Vargas Llosa por todo lo que está haciendo. Mañana cenaremos juntos...
P.- Pasa unos meses al año en Madrid en la casa que ambos tenían en la Avenida de América y en la que ha conservado, y le cito, “un pequeño Montevideo”. ¿Es difícil el regreso?
R.- Sí, aquí nos creamos nuestro propio Uruguay. En cuanto a mí, los primeros días siempre tengo una sensación de pérdida, porque es aquí donde soy la mujer de Juan. En mi casa es distinto, allí soy la hija y la hermana de unos burgueses músicos. Pero al volver...
P.- ¿Querría contar alguna anécdota con la que se quede de él?
R.- Sí, el momento en que elegimos a la Biche, la perra fox terrier que teníamos. Trajeron como cinco perros a la cama y elegimos quedarnos con ella, y fue una fatal decisión, porque era una calamidad. Estuvo 14 años aquí con nosotros, tuvimos que sacrificarla, una semana antes de morir Juan. De haber sabido que él se iba a morir no lo habría hecho.
Ríe y no la viuda de Onetti recordando a la perra que es parte ya de la literatura. Cuando su marido ya no se levantaba, decía que era para que no le mordiera la Biche, animal que, desvela la sonrisa de su dueña, era una coartada para el genial escritor que de niño leía en un armario acompañado de una linterna y de viejo volvió a enclaustrarse para leer. La Biche, que dicen los que la conocieron, fulminaba cualquier rasgo de la característica hosquedad de Onetti. Superada la anécdota, vuelve Dolly a la emoción y la añoranza.
P.- ¿Qué es lo que más echa en falta?
R.- A él, ciao, todo. Era un personaje distinto, raro... ofrecía muchísimo a la vida.

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